sábado, 27 de junio de 2020

Sombras de voces calladas

Despertar cada día y lo primero que mi cabeza empezaba a procesar era tu recuerdo. Abrir los ojos y las lágrimas resbalar hasta mi almohada. No sabes lo que dolía encontrarme con otro nuevo día y el dolor de anhelarte y no tenerte ni en lo más mínimo. Rehusarme a despertar y apretar los párpados para seguir durmiendo, si bien me iba; así algunas dos veces antes de levantarme del todo. Bajar a la mesa, con mi familia, sin ganas de nada, sin peinarme, con rimel mimetizando mis ojeras y yo toda rota. Fingir que mi estado depresivo era el letargo del despertar; ese "periodo de somnolencia que no se va", según yo. Almorzar ida de la mente... Algunas veces las pláticas parecían lejanos cencerros de ganado en las montañas, lejos muy lejos... y mi familia tan comprensiva ante mi osadía de acompañarlos en tales condiciones a la mesa, ajena a mi abrupto idilio, sin imaginar siquiera el ser deshecho que se posaba frente a ellos a compartir el desayuno, que tras horas de madrugada, llorando, casi sin más, iba cediendo al sueño hasta quedarse dormida. Debí dar pena ajena muchas veces frente a mi familia con solo ver mi mirada ida posada en un punto fijo mientras masticaba el almuerzo muchas veces insípido. Volver a mi cuarto a seguir durmiendo, porque las noches de largo y hondo penar lo requerían. Dormir un par de horas más hasta que me volvían a llamar a la cocina para la comida, esta vez tratando de asearme un poco, o por lo menos no presentarme igual que en la primera comida del día. Tratar en verdad de apartar todos los pensamientos taciturnos y demostrar que estaba en el presente, en mis cinco sentidos y escuchando atentamente las pretenciosas pláticas de mi hermana mayor o las repetitivas explicaciones de mi padre sobre algún tema indiferente para mí en esos momentos; pero pretender estar y ser alguien pensante y comunicativamente eficaz. Tratar, en verdad, distraerme con juegos, series, películas (cada cosa con su respectivo ataque de tristeza y dolor) o alguna otra cosa que me evitara pensar y manteniera mi mente ocupada, o bien, ir afuera -si podía manejarlo- con la demás familia, primos y tíos sonrientes, para tratar de contagiarme de su alegría o para recordar aún más lo mal que estaba mi vida en contraposición con la de los demás; no podía adivinar lo que pasaría. Regresar a casa nuevamente a intentar distraerme, a tocar guitarra, dibujar o intentar hacer ejercicio (cada cosa con su respectivo ataque de ira y llanto). Ir a caminar por las tardes a lugares poco concurridos, casi apartados de la ciudad y aprovechar cuando el Sol se ponía y todos se retiraban para gritar mil veces tu nombre y llorar lo que hiciera falta. Era como una fuente inagotable de lágrimas y dolor. Regresar a casa más liberada y despejada, dispuesta a bañarme y entregarme a las redes sociales, que con chascarrillos y bromas pendejas me hacían sacar las carcajadas obligatorias del día. Pero, luego de todo eso, luego de las risas y las conversaciones anónimas, volver a empezar el ciclo con música que me acordaba a ti y las horas de tu compañía por la madrugada. Volver a rememorar palabras y sonidos, releer conversaciones y escuchar audios, mirar nuevamente fotos, gifs y videos... y así pasar la madrugada añorándote, volviendo otra vez al dolor sideral en que las noches sonreían y las estrellas bailaban a través de mi ventana, mientras era envuelta por extraños entes que acariciaban mi frente y mis pensamientos en la oscuridad de mi habitación. Pero sabes una cosa, todo era en parte una decisión, había decidido resistir y estar para ti siempre, decidí ser paciente y demostrarte lo que significabas para mí, decidí anteponer tus necesidades a mis necesidades, decidí colocarte en el pedestal de mi idolatría, en el templo de mis mayores deidades; decidí no irme, decidí esperarte porque sentía muchas cosas hacia ti, sentía muchas cosas por ti: sentía amor, ilusión, ganas de vivir, ganas de dejar todo, ganas de darlo todo, sentía volar, sentía tocar el cielo junto a las constelaciones una a una, sentía el aire más ligero, sentía entusiasmo, deseo, ternura, pasión, humildad, resignación, ganas de estar contigo y nunca irme... sentía que no me faltaba nada si te tenía... te sentía a ti tocar lugares recónditos en mí, lugares que nadie más había tocado antes, como ese lugar en donde anida el valor y la fuerza, como ese lugar donde crece el deseo de hacer las cosas bien y uno no tiene miedo de nada. Decidí estar para ti, no rendirme, demostrarte quien era yo y cuáles eran mis intenciones. No importaba el tiempo que necesitaras, no importaban tus dudas, no importaba cuánto había que luchar, yo pelearía. No todo era justo, lo pensé, si algo bien he sabido es que la vida no es justa en lo más mínimo; ni la tuya ni la mía. La justicia, como todo, es algo relativo y por lo general extrínseco. La justicia era una moneda con dos caras iguales y no la necesitaba. Un día vi, que anteponías demasiado, mucho, bastante tu estabilidad, tu felicidad y tu regocijo a los míos. Un día vi que eras feliz sin mí y que mi espera, mi paciencia y mis sentimientos no tenían un lugar donde descansar. Noté que mis esfuerzos eran en vano, noté que mis intentos no rendían frutos contigo. Asimilé que ahí ya no había más peleas por luchar, ni triunfos que pretender. Supe que mis lágrimas eran lloradas por alguien que ya no estaba más conmigo. Y así, con todo el dolor de una ilusión destruida, de una empresa en la quiebra o de una muerte sin remedio, estoy dejándote ir. Vete y sé feliz, vete y vuela lejos; de todo corazón te lo digo, porque me importas y quiero verte bien. Con todo el dolor que esto representa, me retiro. Solucionaré mis líos en solitario, buscaré maneras de estar bien y de sobrellevarlo. Sé feliz, de verdad. No te rindas, permanece chingón como hasta ahora, cumple tus sueños, chaparrito altote.

Vivan los sueños que nunca despertaron, mi amor.